El mar de nuestra vergüenza

El mar de nuestra vergüenza. El Mediterráneo convertido en una fosa común, escribe Roberto Saviano en un hermoso e imprescindible artículo sobre la tragedia con la que nos hemos despertado estos días en Europa. 700, 900, quizás mil desgraciados ahogados en el mar tratando de llegar a las costas de Europa, tratando de conseguir una oportunidad para vivir. Simplemente. Su crimen fue nacer en el lugar equivocado y aspirar a una vida digna, o al menos sin constante peligro de muerte. Su castigo, la peor muerte imaginable, la angustia de la asfixia en el mar, quizás viendo morir a sus hijos, a sus hermanos o amigos.

Y si hoy hablamos de ellos, como dice Saviano, es porque son casi mil. Por una cuestión numérica. Si fueran dos ceros menos no hablaríamos de ellos. Los olvidaremos pronto, hasta que vuelva a ocurrir mañana, dentro de una semana, o un mes, o un año. Porque volverá a ocurrir, lo sabemos. En Italia recogen sus cadáveres. En Melilla dejan jirones de su piel enganchados a unas cuchillas infames que solo revelan la miseria moral de quien las han colocado. No entendemos que no se les puede detener, no hacemos ningún intento por comprnederlos, no asumimos que se trata de un problema global. Miramos hacia otro lado, tapamos los ojos de los niños cuando salen las imágenes de sus rostros desesperados en la televisión, nos negamos a ver en sus ojos aterrados la llamada legítima de auxilio. Nos refugiamos en el cínico argumento del “no podemos hacer nada”, “aquí no hay sitio para todos”, “no podemos abrir las puertas indiscriminadamente”. Y así seguimos ignorando la tragedia, hasta el día en que mueren tantos que sus cadáveres ocultan el horizonte. Entonces, durante unas horas, unos días, ocupan las cabeceras de nuestros periódicos, de nuestros telediarios, de nuestras conversaciones. Eduardo Galeano, que se acaba de morir muy silenciosamente, escribió un cuentito que se llama Los Nadies en el que hablaba de ellos y que dice así:

Sueñan las pulgas con comprarse un perro
y sueñan los nadies con salir de pobres,
que algún mágico día
llueva de pronto la buena suerte,
que llueva a cántaros la buena suerte;
pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy,
ni mañana, ni nunca,
ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte,
por mucho que los nadies la llamen
y aunque les pique la mano izquierda,
o se levanten con el pie derecho,
o empiecen el año cambiando de escoba.

Los nadies: los hijos de nadie,
los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados,
corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,
rejodidos:

Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones,
sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos,
sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal,
sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies,
que cuestan menos
que la bala que los mata.

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